Los molinos son una de las construcciones más típicas del patrimonio arquitectónico rural gallego. En el municipio de Santiago fueron muy abundantes en todos los ríos y arroyos. La cifra que se baraja supera los doscientos.
Muchos han desaparecido o se encuentran actualmente en un estado ruinoso, perdidos entre la vegetación de ribera y falta la mayor parte de su maquinaria. Otros conservan la estructura, las paredes y el tejado… algunos aprovechando su buena ubicación se han reconvertido en vivienda, como sucedió con muchas del Sarela en la calle de la Ribeira de San Lourenzo o en la Corredoira dos Muíños, y quedan pocos vestigios de su pasado molinero.
En Santiago funcionando, hasta donde sabemos hay uno en las Brañas de Sar y dos en el río Santa Lucía. Solo tres de unos ingenios que funcionaron todo el año las veinticuatro horas del día y que dieron lugar a un rico folclore que permite imaginar lo que allí se molía. Molinos que han sido clave para el desarrollo de la economía rural durante siglos, junto a la cultura popular como se refleja en dichos, refranes, bailes «muñeira» y cantos que aluden al molino como protagonista.
La gente solía llevar el grano (trigo, centeno y maíz) para moler, lo que se llamaba «acostar el molino», cuando lo necesitaban para hornear pan o dárselo a los animales.
La harina tal como salía de la muela, daba tres calidades: la que más se acercaba a la maquinaria era las más fina y blanca, el que caía al lado hacia fuera era el mijo, que no era tan fina, y finalmente en los bordes venía el relon, que era el más grueso, como salvado.
Como curiosidad, y muestra de su importancia, en verano o en época de sequía, los molinos tenían preferencia por recoger el agua que se extraía de los prados para el riego.